“La política no saldrá de su crisis si no lee el inmediatismo y los nuevos códigos de la sociedad”

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Por: Antonio Leal L. Ex presidente de la Cámara de Diputados, Director Escuela de Sociología y Post grados Ciencia Política y Filosofía de la Universidad Mayor


Los partidos políticos nacen en el seno de las democracias liberales. Pese a la fuerte matriz individualista que caracteriza el liberalismo, éste reconoce la legitimidad y utilidad de los partidos pero estableciendo una limitación muy nítida: el rol de los partidos está ligado originariamente a la arena parlamentaria, a la competición de las élites políticas.

En sus orígenes los partidos surgen como asociaciones de carácter privadas abiertas a la adhesión espontanea de los ciudadanos que compartían ciertos intereses. Superadas las iniciales difidencias de las oligarquías monárquico – liberales, los partidos son concebidos como expresión primaria del derecho de asociación política. Ellos se presentan como una emanación directa de la sociedad civil y son, por tanto, extraños a la lógica burocrático – administrativa de las instituciones públicas y están en conflicto con el Estado y sus poderes constituidos. La tipología de los partidos, aún cuando en la mitad del 1800 ellos tienden a caracterizarse como “partidos de notables”, es mucho más próxima a aquella de los movimientos e incluso a la de los movimientos revolucionarios que no a la de un aparato burocrático.

De una desviación democrática, en lo que podríamos llamar una interpretación herética que absolutiza una parte de la verdad entendiéndola como el todo, surgen las variantes de los partidos políticos no democráticas o con resultados no democráticos, preocupados de regresar cuanto antes a una mítica unidad del pueblo en un sentido orgánico, de imponer mega relatos de la realidad o de construir un nuevo tipo científico que muchas veces se transforma en partidos únicos y en regímenes totalitarios de diverso signo.La liberal-democracia, con la universalización del sufragio, da vueltas progresivamente este esquema: los partidos comienzan a representar la organización de los ciudadanos que en el ejercicio de sus derechos políticos eligen y establecen legitimidad y apoyo a los gobiernos y a las políticas parlamentarias.


Partidos y Democracia de masas

Sólo después de la Segunda Guerra Mundial, por efecto de la universalización del sufragio del mundo popular, de la mujer y del ingreso a la arena parlamentaria de los grandes partidos de masas, se asiste a una gradual transformación de las funciones de los partidos políticos y, en consecuencia, de las funciones del propio parlamento.

Los partidos de masas asumen tareas paraestatales de organización y educación moral e intelectual de las masas por una emancipación social antes que política.

De esta forma nacen, también, los partidos populares que organizan e integran a las “masas” que habían quedado fuera de la construcción del Estado y contribuyen a que millones de trabajadores tomaran conciencia del significado de la propia ciudadanía y a que lucharan, ya no contra el Estado, sino por un Estado más justo, capaz de remover los obstáculos de carácter económico y social que limitaban los derechos a la libertad y a la igualdad política.

En su origen, la propia sociedad civil logra su espacio y su rol en relación con el Estado gracias al surgimiento y a la incorporación al sistema de los partidos políticos y a la capacidad de radicación social y cultural de estos en los más diversos ángulos geográficos y sociales de las naciones. Los partidos fueron los grandes vehículos de la “alfabetización”  y culturización política, los difusores de los derechos individuales y colectivos, los organizadores de las competencias reguladas, de la expresión del conflicto, de la generación de los consensos y de la recomposición de la política, los primeros forjadores de las comunidades elevadas a nivel del Estado y, por tanto, con una visión y una fuerte vocación de poder.

Por ello es que la democracia moderna está intrínsecamente asociada como sistema político, tanto con la existencia del Parlamento – que representa el lugar donde la soberanía popular se expresa en su dimensión diferenciada y compleja – como con la presencia de los partidos políticos que han asumido, en el siglo XX, el rol tan poderoso de ser intermediarios de los grandes intereses sociales y expresión de las concepciones culturales que han determinado el carácter universal de la figura parlamentaria.

Rousseau nos recuerda que la idea misma del representante es moderna, ya que en la política antigua no se conocía la separación entre la libertad de individuo y la libertad participante del ciudadano. No existía la libertad de no participar y de delegar representación. En Hegel encontramos un esfuerzo nítido por conjugar la confianza directa, que asigna al diputado su independencia de juicio y de acción y que constituye la base de lo que el filósofo alemán llamaba el “gobierno de las discusiones”, con el estilo “delegado” que exige el suplemento de legitimidad proveniente de los sectores organizados de la sociedad en su conjunto.

El parlamento es, en cuanto representante de un cuerpo electoral válido para todos, un “pueblo en miniatura” y, de otra parte, es el órgano que tiene el poder de producir normas que resultan vinculantes para el conjunto de la sociedad. Este es el primer y privilegiado terreno de los partidos políticos.

Sin duda, la incorporación de los partidos políticos – reconocidos como “extraños” en las legislaciones del siglo XIX – a los ordenamientos institucionales más característicos del siglo XX, produce una profunda transformación estructural de la política, de manera que ellos se transforman en el actor principal dentro de los sistemas pluralistas de representación. Nace, así, la “democracia de los partidos” que deja de lado la figura liberal del parlamentario plenamente autónomo y genera nuevos canales para la expresión de la separación de los poderes anunciada por Montesquieu.

A partir de ese momento la actividad asociativa de los partidos pasa a tener una repercusión extraordinariamente drástica en la configuración de la representación política, no sólo porque los partidos seleccionan las candidaturas, controlan los elementos disciplinadores de los grupos parlamentarios y definen el personal político principal del Estado, sino además y muy esencialmente, porque asumieron en este siglo el rol indiscutible de mecanismo único de integración de los intereses y de la agregación de las reivindicaciones sociales, transformándose en un verdadero “agente de identidad” de la representación de la sociedad civil.

En una fase sucesiva tienden a atribuirse siempre más netamente, roles y prerrogativas de tipo institucional, hasta llegar a constituirse en un cuerpo estructurado que se asimila totalmente a los órganos constitucionales del Estado.

Este proceso de “estatización” de los partidos representa una forma de racionalización del poder en un sentido weberiano, porque corresponde a la creciente especialización y profesionalización de la vida política en la sociedad diferenciada. A causa de esta evolución los partidos han perdido las características originarias de movimientos de opinión y de lucha política, muy frecuentemente guiados por líderes carismáticos, y tienden a abandonar también el rol que tradicionalmente les ha confiado la doctrina política, a partir de la inspiración de Montesquieu, de ser los “cuerpos intermedios” entre la sociedad civil y el Estado y la estructura corpórea política del pueblo y de su mediación con las instancias de base.

El estado final de esta evolución ha sido la formación de una “nueva clase” de los profesionales de la política que ejercitan una notable influencia en la economía, en las finanzas y en la información. En la medida en que se consolida esta nueva categoría de “burocracia-especializada” los partidos tienden a identificar, de manera creciente, la propia auto conservación con aquella de la conservación del sistema de partidos y, por ende, con la estabilidad del conjunto de la burocracia pública.

De esta manera los partidos acreditan la legitimidad del sistema político fundamentalmente porque constituyen aquello que Kelsen llamaba la “máscara totémica” es decir, el factor de la representación pública.  Son el fundamento, al menos formalmente, del esquema clásico aristotélico-rousseaniano donde la esfera política es el sistema social donde se adoptan las decisiones colectivas que tienen que ver con la cosa pública.


Ideologías y Partidos

Cuando las ideologías ocupan los espacios de la política y conjuntamente con entregar valores definen concepciones del mundo, modelos de organización social y respuestas unívocas a los anhelos de los ciudadanos, los partidos políticos radicalizan su sentido de “parte” y se transforman  en expresiones de grupos sociales definidos, de concepciones culturales más o menos totalizantes y de aspiraciones de ocupación  o de asalto al poder destinadas a concretar proyectos de salvación  humana y social.

Estas características se profundizan cuando el mundo se divide en dos bloques ideológicos, políticos y militares y cuando todos los fenómenos son vistos como parte de una gran confrontación este-oeste y de reductivas  visiones clasistas que establecía a priori los aliados y enemigos, que ordenaba el conflicto social y que no dejaba espacio a la expresión de una multiplicidad de contradicciones humanas existentes más allá del esquema de la sociedad de las ideologías auto referentes.

El surgimiento de la “pasión” en política, de la centralidad que ésta alcanzó en la vida de los seres humanos del “dopo guerra”, estuvo ligada justamente a la oferta de “causas finales” y al aparente protagonismo que masivamente los seres humanos podían tener en su concreción a través de la militancia partidaria, al sentido de identidad y a las raíces que ofrecía una sociedad sólidamente estructurada a partir de la cultura industrialista  y cuyas opciones  se expresaban a través de los partidos, a la idea de que un determinado proyecto político podía velozmente resolver los problemas de la humanidad.  Militar en un partido político era ser parte del reino de las certezas y ello repletaba la necesidad de seguridad que el hombre milenariamente ha buscado.

Justamente, por el peso omnicomprensivo que adquirieron los partidos como “sociedad que se organiza” dentro de las instituciones, es que la crisis de representatividad que hoy les afecta  repercute en toda la organización del sistema político institucional en que se ha basado la democracia del siglo XX.

Hasta que los partidos, sobre todo aquellos de masas, fueron esencialmente homogéneos en su composición, portadores de grandes  opciones, capaces de unificar en torno a un proyecto a grandes franjas electorales, el circuito  ciudadanos- partidos – grupos parlamentarios – mayoría/oposición, resultaba extremadamente vinculante.

Hoy debemos analizar  cuántos de estos factores que caracterizaron el funcionamiento de la vida de los partidos se han modificado y cuáles son las repercusiones de esas modificaciones en todo el sistema político y, en particular, en la esfera de la representación parlamentaria.

Los partidos políticos nacieron sobre la base de una serie de fracturas sociales, económicas y culturales que han perdido hegemonía política.  Al fenecer la política ideologizada, con todos los rituales que ella conlleva, se abre espacio – con cortocircuitos regresivos siempre posibles – una política civil en la cual se mezclan, en proporciones distintas que dependen de la calidad de la democracia en que se vive, la universalización de sus principios, un tipo de radicalidad de valores, la ausencia de un centro moral definido, pragmatismos sobre los medios, nuevos sujetos con disponibilidad al particularismo y el incontrarrestable peso de los mecanismos ligados al mercado y a la planetarizada influencia de los medios de comunicación que reemplazan algunas de las funciones de los partidos y, a la vez, se transforman en vehículos privilegiados que éstos utilizan para comunicarse con la sociedad y enviar sus mensajes persuasivos y muchas veces subliminales.

Nacen nuevas fracturas de tipo post  materialista, como son la condición femenina, el reconocimiento de la diversidad sexual, la marginalidad juvenil, las nuevas pobrezas, las varias actitudes anti establishment que enriquecen potencialmente el juego político de dimensiones nuevas.  Aquí se esconden también peligros para la igualdad de las posibilidades de participación.  Una participación en forma de organizaciones menos convencionales y menos cohesionada es más selectiva y fragmentaria que aquella de los partidos.

Es verdad que los nuevos movimientos ciudadanos buscan hablar también en nombre de los grupos que han quedado fuera, pero no siempre pueden generalizar de manera políticamente eficaz porque es en la especificidad donde los intereses comunes concretos con los cuales  se identifican logran generar su fuerza y su capacidad de convocatoria.

Los partidos políticos aparecen siempre menos como “la democracia que se organiza” y cada vez más como un factor rico en la obtención de “chances” de poder, pero pobre en recursos ideales.

Todo ello, debilita las bases sobre las cuales nacieron y se desarrollaron los partidos, disminuye sus funciones y atractivos, redimensiona su capacidad de liderazgo y el peso específico que ellos ocupan en la sociedad civil.  La propia “partidocracia” – crítica universalmente extendida a los partidos políticos – es sobre todo la manifestación de un mal, es signo más de la debilidad de los  partidos que de su fortaleza, es fruto de la pérdida de sentido que los lleva a  buscar una “compensación”, a ocupar el Estado creando en su interior verdaderos feudos privados a través de los cuales buscan mantener la propia identidad.

La reconocida crisis mundial de los partidos políticos es, en verdad, un aspecto de aquel fenómeno más general de la crisis general de la política derivada del ocaso de las ideologías y del surgimiento de una sociedad “taro”- moderna más compleja que desplaza  fáciles determinismos, rígidas deducciones doctrinarias y organizaciones no habituadas a convivir con la mutación perenne, con la incertidumbre, la flexibilidad, la secularidad, la reversibilidad de los fenómenos.

Es evidente que se ha agotado el espacio para los sistemas de aparatos capilares sobre el territorio gestionado por castas de funcionarios de la política y con ello desaparecen los partidos que reproducían disciplinas de “masas”, más típicas de los ejércitos y de las grandes fábricas, que de seres humanos autónomos e individualistas.


Partido Electoral y Multidimensionalidad del espacio político

Sin embargo, lo claro es que, aún en medio de esta crisis, las democracias basadas en el sufragio universal tienen necesidad de instrumentos de encuentros entre los ciudadanos y las instituciones, entre los cuerpos electorales y las asambleas representativas, y por ende, tienen necesidad de los partidos políticos.  Lo que se ha perdido en integridad ideológica ha sido ganado en términos de disponibilidad a la competición.  El conflicto, por tanto, es inherente a la democracia y  la voluntad política es fruto de un proceso de construcción, es el producto de una múltiple elección individual que se sintetiza gracias a la mediación de los partidos políticos.  Una democracia representativa sin partidos no tiene sentido, es como un liberalismo sin libertad.

Kant dijo algo muy importante cuando sostuvo que los hombres deseaban la armonía, pero la naturaleza, que conoce mejor aquello que está bien para ellos, ha creado el conflicto.  Si no existiera el conflicto la gente terminaría por aletargarse en aquella armonía que sueña.  Es claro que las constituciones no deben ser creadas para los sueños de la gente sino para realizar las exigencias  de libertad, pero estas exigencias de libertad son justamente objetos del debate y pueden ser interpretadas de manera diversa.

No se puede personificar el pueblo y dotarlo de una voluntad semejante a aquella del individuo no considerando el proceso de agregación de la voluntad de los individuos que se sitúa necesariamente entre ambos.

La nueva situación exige precisar mejor aquello que la política puede dar y aquello que la política no pude dar y ni siquiera debe prometer.  Requiere, entonces, realizar un espacio político en el cual los partidos en su conjunto tengan un rol parcial, pero imprescindible, y a la vez, donde exista la capacidad de dar vida a partidos abiertos, que reciban el influjo de ciudadanos que incluso participan en la resolución del programa y en la generación de los rostros que  lo encarnan.

El tema es, entonces, caída la vieja centralidad del sistema de  partidos, ¿qué carácter tendrán los nuevos partidos que emerjan de esta crisis? ¿Es posible imaginar una alternativa institucional al sistema de partidos dentro de un régimen que mereciera aún llamarse democrático?

Hay que señalar que la crítica a los partidos es antigua y refleja en origen el disgusto liberal-individualista hacia las formas de agregación social que alteraran el mercado político, como si el individuo y el mercado no fueran ellos mismos abstracciones o de cualquier manera realizaciones históricas.

Hace 50 años que el cientista político alemán Otto Kirchheimer  elaboró la teoría del surgimiento de un nuevo modelo de partido, el “catch all party”, o “partido electoral o atrapalotodo “ e indicó, premonitoriamente, que el futuro de los partidos políticos estaría determinado por las siguientes características: reducción de su bagaje ideológico , fortalecimiento de un liderazgo personalizado que es valorado por su  contribución a la sociedad en su conjunto más que a un grupo determinado, disminución del rol y de la influencia de los afiliados individuales,  menor énfasis en la base social tradicional de cada partido para ganar consensos  en el conjunto de la población, establecimiento de vínculos de los partidos con una  variedad de grupos de interés.

Como bien señala Panebianco (2009)  en el nuevo tipo de partido son  los profesionales, los expertos, los técnicos, quienes dominan una serie de conocimientos especializados, los que desempeñan un rol cada vez más  importante y contribuyen a desplazar el centro de gravedad de la organización desde los militantes a los electores.

Esto fija una diferencia central entre el partido burocrático de masas y el partido profesional-electoral.  El primero era una institución fuerte, basada en la ideología e en el establecimiento de una red muy radicada de “creyentes”.   El partido profesional-electoral es débil y, por ende, la transformación implica un proceso de desinstitucionalización del partido y una creciente incorporación de éste a la esfera del Estado.   Generalmente este último tipo de partido no contribuye a generar ningún tipo de identidad colectiva, lo cual genera al menos dos consecuencias: se producen comportamientos políticos “no convencionales” y la explosión de reivindicaciones corporativas que desencadena la multiplicación de las estructuras de representación de los intereses.

La capacidad de los partidos para seleccionar autónomamente las  élites se deteriora, los grupos de intereses ubicados fuera de los partidos y,  en ocasiones, dentro del mismo partido, patrocinan directamente a sus “hombres” hacia el Estado y estos sólo formalmente tienen una adhesión partidaria que es generalmente instrumental a la cuota de poder recibida.

Incluso la capacidad del  partido para determinar la política estatal en su conjunto queda comprometida.  Los partidos se ven obstaculizados en sus roles  tradicionales por los grupos de intereses, por la tendencia a la autonomía de las estructuras político-administrativas, por el creciente “bonapartismo del presidente” o del jefe de gobierno y por la multiplicación de asociaciones que se constituyen en torno a problemas concretos.  Cuando se deteriora la capacidad del partido para representar intereses colectivos se debilita entonces su colocación en todas “las mesas del juego” político.

Otro factor que hay que considerar, siguiendo con la óptica de Panebianco, es la modificación del espacio unidimensional en que se desarrolló la lucha política.  El continuum derecha-izquierda, en tanto “mapa cognitivo” casi único se modifica en virtud de que cambia la conexión entre las fracturas estructurales y la representación políticas de ellas.  Las propias distinciones culturales que daban sustancia y sentido al mapa cognitivo se atenúan en el momento en que deja de estar claro cuáles son los estratos sociales que salen favorecidos o perjudicados por las distintas opciones.

De esta forma el espacio político tiende a adquirir un carácter multidimensional: el tradicional continuum derecha-izquierda sigue siendo una dimensión básica de la política, pero tiende a surgir una nueva dimensión  que se superpone a la anterior.

El surgimiento de valores postmateriales  establece divisiones que se expresan en contradicciones como establishment y antiestablishment que obviamente no coincide con la división más tradicional de izquierdas y derechas.  Esto se manifiesta desde el alternativismo anticonvencional, a los votos de protesta en las elecciones, a la abstención o anulación del voto, y muy frecuentemente al distanciamiento total de la política.  Por ello el espacio político se modifica, se hace multidimensional.

Una posibilidad es que se intente un retorno al pasado, es decir a la constitución de las antiguas identidades ideológicas.  Sin embargo, esto aparece como muy poco factible dado que la simple formulación ideológica no logra reconstituir las anteriores identidades colectivas ni las soluciones político-organizativas a que ellas estaban ligadas.

La otra posibilidad, que implica un intento de  recomposición de la política, es la innovación política propiamente tal que debiera producirse desde fuera del sistema político actual, tal como planteaba Weber (2007), que suponía que las auténticas innovaciones en períodos de crisis se producen desde fuera por la irrupción de fuerzas “auténticamente revolucionarias” que reformulen el sistema político, sus temas y espacios.


La Democracia del Público

Lo claro es que el partido profesional-electoral que extiende su influencia a nivel mundial y representa una franja muy extendida de los partidos modernos, es funcional a una tendencia creciente que se observa sobre todo en el mundo avanzado y en gran medida en el nuestro: el reemplazo de la “democracia de los partidos” por una “democracia del público”.  Una democracia en la cual la elección de los gobernantes y de los representantes se funda más en la personalidad y el carisma del candidato que en los programas, en la “representación” de imágenes de la realidad más que en la realidad misma.

Como bien señala Georges Balandier (1988) “todo poder requiere de una representación, una distancia con respecto a los súbditos y ninguna sociedad puede escapar a su propia teatralización. Este hecho se impone con evidencia en aquellas que están sometidas al gobierno absoluto de los medios que han provocado un nuevo advenimiento de la “sociedad del espectáculo”.

La democracia del público confiere y reduce al ciudadano a una doble valencia: la de ser un espectador y un elector que no reclama una específica representación simbólica e institucional en cuanto miembro de una capa social económica o cultural, sino en tanto sujeto indistinto que reacciona a las propuestas de un cuerpo profesionalizado de la política tal como lo hace un público teatral y cinematográfico que no juzga el grado de sintonía de la obra con su propia identidad sino la calidad de la representación en el escenario y credibilidad de los diversos personajes.

La democracia del público presupone que la declinación del sistema de los partidos se expresa en que ninguna división social se presenta más importante que las otras, ninguna se impone a priori como aquella fundamental y central.  La época del partido militante de un sector social, se disuelve porque la colocación social no es un factor cardinal de la distinción entre los ciudadanos.  Estos no deciden más en función de los juicios anteriores y externos sino como un público en función de la imagen que a ellos se les propone cuando son llamados al teatro del voto.

Esto significa que la democracia del público es movilizada a través de de acciones y de comunicaciones que hacen referencia a factores diversos de aquellos tradicionales.

A veces son factores locales, éticos o cuestiones singulares  y contingentes que son advertidas como  prioritarias en la vida de la comunidad o por la  propia condición personal. De esta forma, la democracia del público neutraliza el sentido y los fundamentos de la pertenencia, estructura la comunicación política como escena y los ciudadanos como público que reacciona y juzga la representación de los problemas que en cada presentación le es ofrecida.

Todo ello produce una mutación radical en la relación entre política y vida, entre acción política y realidad social.  Esta relación, sin embargo, no desaparece pero se hace más compleja. El sujeto político es siempre menos expresión de las divisiones sociales dadas y siempre más actor que propone, en relativa autonomía, un factor de diferenciación, que busca descubrir y transformar en conocido por la colectividad.

Esto comporta que la confrontación y el conflicto político se  estructure, siempre más frecuentemente, con una prevaleciente referencia a la imagen –la imagen personal del candidato, la imagen de los movimientos y de los partidos a los cuales esos pertenecen, la imagen que confiere identidad parcial por los temas que aborda – más que a específicos intereses y programas políticos que se traduzcan en intervenciones legislativas y acciones administrativas.  Crecientemente se presentan distinciones aparentemente más blandas o nuevos factores de identidad: conservadores y progresistas, moderados y radicales, federalistas y centralistas, liberales y estatistas.

Ello hace evidente que estamos instalados en una modalidad política posmoderna con todos sus rasgos de pérdida de la idea de futuro, de impulso al narcicismo, de abandono de lo político hacia lo privado, de primacía de la imagen y de los medios sobre cualquier intencionalidad de los sujetos, del desencanto pasivo.  Es decir, esa posmodernidad de  Baudrillard que nos enfrenta a un desencanto irremediable.

Cada vez ha sido más frecuentemente el que el sistema político ya no absorba demandas sociales.  El mismo las conforma a su manera, las condiciona a través de la omnipresencia de los medios.  Lo instrumental tiene supremacía sobre lo ético, la sociedad es mera espectadora.  Es decir un mundo como ha analizado Baudrillard dominado por el simulacro y el signo, el universo de la tecnología de las comunicaciones.  En este caso la política es cada vez más el fruto de esa sociedad de la mostración de los medios.  Es representación, pero en el sentido teatral, escénico, es simulacro en tanto está desustancializada por la lógica del poder, por el juego narcisístico de unos pocos al que la sociedad civil no está invitada.

Esto no es algo creado premeditadamente por los políticos, es un proceso con rasgos de objetividad transpersonal, una especie de recomposición orgánica de las formas sociales de relacionarse y de significar.

Hemos vividos en sociedades que no tiene vías para expresarse, ante representantes que se bastan a sí mismos y creen poder prescindir de la sociedad.  Esto conduce a la falta de credibilidad social frente a las continuas frustraciones provocadas por el pragmatismo y la falta de ideas identificadoras, lo cual genera desencanto y pasividad social.  La política se presenta, entonces, como cuestión sólo de políticos.

El divorcio entre sociedad y sistema de representación política puede llevar a dos caminos igualmente frustrantes: el surgimiento de una reacción social sin direccionalidad que es de fácil conducción neo autoritaria, o a la  asunción conformista de este estado de cosas como natural, lo cual comporta que la legalidad del sistema estará acompañada de una creciente ilegitimidad y de  un vacío de aquello que caracteriza a un régimen político democrático y lo diferencia de uno que se legitima por la fuerza.

Existe el riesgo que, a la creciente exigencia de tecnificación de las decisiones políticas en todos los planos y a la codificación de la información, se unan los altos niveles de apatía ciudadana por la política especialmente por la política partidista, permitiendo una mayor elitización del poder, una restricción del carácter de la ciudadanía, un copamiento de lo tecnocrático en las diversas esferas del poder.

Es evidente que hay un cambio de naturaleza, de funciones, de mecanismo que caracterizan a esta fase del Estado y del gobierno moderno y que  no pueden soslayarse, lo que va acompañado del cambio del propio léxico de la política y de la relación ente el individuo y el estado.  Cambian, también, los tiempos de las decisiones políticas y técnicas, y los programas ya no obedecen a la simple clarificación nacional sino a las exigencias y a los ritmos de la  globalización de la economía, de la cultura, de la ciencia, de la política y de la vida de los seres humanos y de las sociedades.

De alguna manera estamos viviendo – en virtud de la mundialización del impacto del desarrollo tecnológico, de la supremacía de los valores “ideológicos” derivados del mercado y de la enorme influencia de los medios y de las tecnologías de la comunicación- en una fase de aceleración de lo que en algún momento se llamó, esquemáticamente, la norteamericanización de la política y la propia afirmación de la democracia del público representa una forma totalmente adecuada y coherente con esta tendencia.

Subyace, en este ciclo, en el análisis intelectual una visión pesimista sobre el ciudadano ejemplificado, como lo señala, Álvarez Teixeira (2000), en altas abstenciones electorales, en la escaza afiliación partidista o en la débil participación en los mecanismos que la democracia representativa ha articulado en la vida pública. Se cumple así, el designio de Tocqueville cuando afirmaba que el individualismo sería una de las características connotadas de las democracias modernas, lo cual se presenta como una degradación de la vida pública y como parte de las internas transformaciones de la intimidad y la identidad del yo, como lo sostienen Elias y Giddens. Estas se modifican, como también la soledad del sujeto de la modernidad tardía, en temas públicos que los partidos y la política no logran absorber y connotar como tales.

Como bien señala el filósofo francés Michel Maffesoli vivimos una realidad post moderna donde las personas adquieren una nueva sensibiliad, una nueva manera de pensar y comportarse y ello no es descifrable por los “radares” de la política. Vivimos el presente y menos las apuestas de futuro de la política, hay un pensamiento más inmediatista que busca la felicidad y la libertad ya y no en un largo relato de luchas sociales.

Los partidos tienden a ser percibidos como obsoletos en su forma de agregación social. Esto, porque como recalca Maffesoli la gente se agrupa en tribus de quienes tienen afinidades que pueden ser musicales, ecológicas, deportivas, sexuales, etc, y ellas son emocionales más que racionales y noi se agrupan en torno a las fábricas sino en la ciudad post moderna: internet. Mientras los partidos políticos no registren plenamente el nuevo mundo en que vivimos, también en el plano filosófico, no podrán conectar con esta sociedad distinta de tribus, de nómades, de personas descreyentes de proyectos trascendentes, pero que si tienen nuevos valores, nuevos códigos, se adscriben a nuevos paradigmas que la política y los partidos deben aprender a leerlos para operar en una política y una sociedad que ha mutado profundamente.


El contenido expresado en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no representa necesariamente la visión ni línea editorial de Poder y Liderazgo.


 

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