[Opinión] Hace 50 años

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Por: Gonzalo Martner F. Economista y académico de la Universidad de Santiago de Chile (USACH)


Junto a otros jóvenes universitarios de la época -como José Tohá, Carlos Jorquera, Augusto Olivares- mi padre era cercano, desde que fue secretario general de la FECH en los años cincuenta y aunque tenía 20 años menos, al por muchos años senador y desde 1952 sempiterno candidato presidencial, Salvador Allende. Este decía, pues sabía reírse, y desde luego de sí mismo, que el epitafio de su tumba sería “aquí yace el futuro Presidente de Chile”, aunque la historia le tenía reservados otros destinos.

Dada esa amistad, mi primera relación directa con la política fue…con Salvador Allende, aunque de manera no muy auspiciosa. Tendría unos 5 años y el entonces senador llegó un día sábado a la casa familiar a reunirse con mi padre, la que tenía un antejardín en el que me encontraba jugando con una pelota en, según recuerdo, una mañana asoleada.

A nuestra casa se accedía por una pequeña puerta que separaba el antejardín de la calle, puerta que Allende abrió al llegar. Esto parece que no me pareció exactamente bien y, según me relataron después mis padres con hilaridad, le dije airado algo así como “ándate viejo feo”, lo que no me consta.

Como no tengo por qué no creerle a mis progenitores, esto evidenció de mi parte una temprana falta de sentido protocolar y de sujeción a las jerarquías, en circunstancias en que mi padre siempre tuvo un gran respeto y lealtad con el que más tarde sería el Presidente de Chile, a la vez que fue el único de los ministros de Allende que duró en el mismo cargo (Odeplan) desde el primero hasta el último día de su gobierno.

Este incidente no impidió que desde muy niño hiciese mía la adhesión a la izquierda y a Allende que prevalecía en mi familia, porque así suelen ser las transmisiones familiares, y una admiración que creció a largo de la vida. Y cuando escuchaba que era necesaria mayor justicia en la sociedad encontraban eco las escenas que veía al cruzar el puente Pedro de Valdivia sobre el río Mapocho.

Había allí niños de mi edad sumidos en la miseria que en pleno invierno caminaban sin zapatos, y vivían con sus familias bajo el puente o deambulaban solos. Esta escena, vista cotidianamente para ir y volver del colegio, simplemente me resultaba radicalmente inaceptable y hería mi sensibilidad de niño. Intuía que no era producto de una situación natural e inmodificable que unos niños gozáramos de seguridad material básica mientras otros sufrían en la calle.

A los siete años, en el colegio me declaré en alguna conversación en el recreo partidario de Allende. Era la época previa a la elección presidencial de 1964, momento en que se hablaba de manera extendida de política, incluso entre infantes de tan poca edad. Mi declaración, para mi sorpresa y despabilamiento, no fue exactamente del agrado de varios de mis compañeros de curso.

Descubrí entonces que el tema no era cualquiera y que había quienes no solo no le tenían simpatía alguna al candidato de la izquierda, sino que, bajo la influencia de sus hogares, transmitían una franca animadversión a su persona y a sus ideas, y de manera bastante agresiva. Su sentido común básico era “si hay pobres es porque son flojos”. Formaban parte de aquellos a los cuales la palabra “injusticia social” no los conmueve mayormente. Creo que desde entonces nació lo de esforzarse en demostrar y mostrar -contrariando tanto lugar común pedestre- que la fuente de las diferencias injustas está en las estructuras sociales desiguales, y actuar en consecuencia. O sea, situarse a la izquierda del espectro político.

Así, mi primera expresión de preferencia política me puso de inmediato contra la corriente, condición que me ha acompañado, dicho sea de paso, a largo de la vida, en circunstancias que yo encontraba de lo más normal estar a favor de este caballero que a veces iba a mi casa.

Como de lo más normal fue, hace 50 años, en la noche del 4 de septiembre de 1970, que mis padres decidieran salir a la calle a celebrar la victoria de Allende y yo los acompañara entusiasmado. Caminamos por un Parque Forestal atestado de gente alegre, nos acercamos a la sede de la FECH situada en la Alameda, y escuchamos la voz del presidente recién electo a lo lejos. Fue un momento de algarabía colectiva para los que habían luchado tantos años teniendo a Allende como líder.

Era la noche que abría las grandes esperanzas. En mi imaginación adolescente, esa noche terminaba de prefigurar, a los 13 años, la emoción de “tomar el cielo por asalto” y construir un mundo mejor, que parecía estar muy cerca, en la otra esquina.


El contenido expresado en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no representa necesariamente la visión ni línea editorial de Poder y Liderazgo.


 

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