Por Esteban Larrondo. Abogado, especialista en planificación tributaria hereditaria, socio de M&L Consultores
En Chile, el impuesto a la herencia suele aparecer en el peor momento: cuando la familia está de duelo y el Estado es el primero en golpear la puerta. Ahí se repite una escena conocida para cualquier abogado tributario o civil: herederos con patrimonio, pero sin liquidez disponible; bienes inscritos a nombre del causante, pero “congelados” hasta pagar el impuesto; y empresas familiares obligadas a vender activos o endeudarse solo para cumplir con el Fisco.
El diseño del tributo —regulado en la Ley N° 16.271— combina dos elementos problemáticos. Primero, su carácter progresivo, con tasas que van de 0% a 25% en una lógica similar al Impuesto Global Complementario. En teoría, responde a la equidad: quien recibe más, paga más.
En la práctica, ignora algo básico: la liquidez en las sucesiones en Chile. La mayoría de las sucesiones no son cuentas corrientes rebosantes, sino inmuebles, participaciones sociales, maquinaria y derechos en empresas familiares, mucho valor en el papel, poca caja en la realidad.
Segundo, el orden de los factores: para inscribir los bienes heredados primero hay que pagar el impuesto, sin un mecanismo que permita inscribir y luego pagar. Si no hay liquidez, la sucesión queda atrapada en un círculo vicioso. A eso se suma la congelación de las cuentas bancarias del causante, que impide usar el propio dinero del fallecido para pagar el tributo sin autorizaciones del SII o del banco. El patrimonio existe, pero está jurídicamente “secuestrado” por el sistema.
Desde la percepción del contribuyente, además, se instala la sensación de doble o múltiple tributación. El causante ya pagó Impuesto a la Renta, IVA, contribuciones, etcétera, para formar su patrimonio. Al morir, ese mismo patrimonio vuelve a ser gravado. Y si, para pagar el impuesto a la herencia, el heredero socio debe retirar utilidades, esas utilidades pagan nuevamente impuesto a la renta antes de destinarse al Fisco por concepto de herencia. Mismo origen económico, varias vueltas por caja.
El caso más crítico es el de las empresas familiares, donde suele concentrarse el grueso del patrimonio. Al fallecer el fundador, los herederos se ven empujados a tomar decisiones bajo presión: ventas apuradas por debajo del valor real, endeudamiento caro o desarme societario, afectando estabilidad y empleos. Lo que en el discurso se presenta como un impuesto redistributivo puede terminar, en la práctica, debilitando el tejido productivo.
Todo esto se agrava por una cultura que rehúye la planificación sucesoria. Hablar de herencias, donaciones en vida o reorganizaciones patrimoniales sigue siendo un tabú en muchas familias. El resultado es predecible: patrimonios desordenados, estructuras sin diseño sucesorio y cero planificación tributaria. Cuando la muerte llega, hay que decidir en semanas lo que no se planificó en años, con el SII, los bancos y el Conservador de Bienes Raíces marcando los tiempos.
Más que discutir solo la tasa máxima, el desafío es revisar si el sistema acompaña de forma razonable la transmisión del patrimonio o si, tal como está, convierte cada sucesión en un laberinto tributario sin liquidez ni tiempo. Ahí es donde la planificación hereditaria deja de ser un lujo para convertirse en una necesidad jurídica y económica.
En conclusión, el impuesto a la herencia en Chile no diferencia adecuadamente entre grandes fortunas financieras y empresas familiares con activos pero sin caja, obligando a las familias a enfrentar decisiones patrimoniales relevantes en el peor momento posible.
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