Por Ariel Jeria. Gerente General de Rompecabeza
La historia del marketing está llena de hitos y de algo menos evidente: mitos. Narrativas que comenzaron como tácticas publicitarias y terminaron convertidas en verdades culturales, se trata de ejemplos perfectos del poder de una campaña bien diseñada para instalar hábitos, moldear comportamientos y definir lo que una generación completa considera “normal”.
Uno de los casos más emblemáticos es el del desayuno. Durante décadas repetimos que era “la comida más importante del día”, como si fuera una verdad científica incuestionable. Pero lo cierto es que, a comienzos del siglo XX, marcas como Kellogg’s posicionaron la idea para impulsar el consumo de cereales en un mercado que recién empezaba a incorporar alimentos procesados. El mensaje fue tan simple y efectivo que terminó convertido en tradición familiar.
El caso de Popeye y la espinaca sigue la misma lógica. La creencia de que la espinaca tenía niveles extraordinarios de hierro surgió de un error científico amplificado por campañas y series animadas. El resultado fue que, durante décadas, se impulsó el consumo masivo de un vegetal que en realidad no tenía propiedades tan excepcionales.
Se suele citar que el consumo de espinaca en Estados Unidos aumentó un 33% durante la década de 1930, vinculado al auge de Popeye y su “superpoder” tras comer espinaca. Lo relevante no es la corrección nutricional del mito, sino su capacidad para modificar hábitos a escala nacional.
Un caso reconocido en Chile es la campaña “Piensa Positivo” (2001), impulsada en plena desconfianza económica tras la crisis asiática. Con un pulgar levantado y un mensaje simple, buscó reactivar el ánimo nacional e instalar una actitud de optimismo frente a la incertidumbre. La frase se volvió parte del lenguaje cotidiano y, por un momento, logró modificar el clima emocional del país. Es otro ejemplo de cómo una idea creativa puede trascender lo publicitario y convertirse en cultura.
Otra campaña icónica es “Lo podemos lograr” (Soprole), que convirtió un simple yogur en representación de superación y autoestima, especialmente en generaciones completas de niños y jóvenes de los 80. Ambas campañas trascendieron su categoría y pasaron a formar parte de la identidad cultural chilena.
Otro caso inolvidable de los 80 es el de “Winter ya” (Cecinas Winter). Lo que partió como un simple refrán publicitario para reforzar sabor y autenticidad terminó convertido en un chilenismo transversal para describir a alguien “inteligente”.
La campaña no solo vendió cecinas: instaló lenguaje. Es un ejemplo perfecto de cómo una marca puede crear un código cultural que trasciende al producto, el mensaje original y hasta a la generación que lo vio nacer.
Estos casos nos recuerdan que una buena campaña no solo vende, sino que construye significado, define cómo pensamos, qué consideramos valioso y qué hábitos adoptamos. El marketing tiene la capacidad -y la responsabilidad- de moldear la cultura. A veces para bien, otras con consecuencias no previstas.
En un mundo donde la información circula más rápido que nunca y las audiencias son más conscientes, la oportunidad está en diseñar campañas que no solo busquen conversión, sino transformación. Historias que conecten con comportamientos reales, que instalen conversaciones relevantes y que sean capaces de influir en la identidad de un país o incluso del mundo.
¿Qué campaña de hoy podría convertirse en el próximo hito cultural del futuro?
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