Por Daniel Vercelli B., managing partner de Manuia Consultora y director de empresas
En Chile estamos viviendo un pequeño terremoto silencioso. No es político, ni geológico ni climático: es de confianza.
Hace unos días se detectó un error en la fórmula de las tarifas eléctricas, y no uno menor. Al parecer, se aplicó dos veces la variación del IPC, lo que implicó que los consumidores regulados pagaran más de lo que correspondía. El monto exacto está en disputa, pero lo que está en juego es algo mucho más caro: la sensación de que los sistemas no funcionan como deben.
Porque cuando la confianza se erosiona, lo que se pierde no es sólo dinero: se pierde productividad. Y en un país como el nuestro, con la productividad estancada, esto debiera llamarnos a reforzar todos los ámbitos posibles donde se juegue el partido de la confianza.
Para ilustrar el punto, imaginemos que cada vez que llega la cuenta del TAG tuviéramos que verificar los cálculos. O que al recibir el dividendo de un crédito hipotecario debiéramos confirmar la tasa usada. O que tuviéramos que seguir al camión del reciclaje para comprobar que los residuos no terminan mezclados.
Tener que verificar uno mismo lo que otros deberían garantizar implica una pérdida de tiempo enorme. Ahora llevemos ese ejercicio a millones de transacciones entre empresas: el resultado sería una pérdida de productividad tremenda.
Sería absurdo, ¿no? Pero eso es lo que pasa cuando la confianza falla: en lugar de avanzar, nos dedicamos a revisar. En vez de producir, verificamos. En vez de innovar, desconfiamos. Y eso, literalmente, nos hace menos productivos.
La falta de confianza también afecta la inversión y los cambios de hábitos, dos factores esenciales para impulsar el crecimiento económico sostenible.
Porque para invertir hay que confiar: en que los permisos saldrán en plazos razonables, que las reglas del juego no cambiarán, que la institucionalidad funcionará en forma, fondo y tiempos.
En temas de sostenibilidad y economía circular, también necesitamos confiar. Nadie cambia sus hábitos si siente que el sistema no cumple su parte. No hay nada más improductivo que rastrear la bolsa de reciclaje como si fuera una investigación personal.
La confianza es el pegamento invisible que sostiene la productividad, la inversión, la innovación y la sostenibilidad. Sin ella, las ideas se diluyen y los esfuerzos se dispersan.
Volviendo a la cuenta de la luz, el sistema tarifario chileno es complejo, sí. Tasas, IPC, deuda acumulada, congelamientos. Pero la complejidad no puede ser excusa para la opacidad.
Cuando el regulador no detecta un error que se arrastra por años, lo que se resquebraja no es solo la matemática: es el pacto de confianza. Y ese quiebre tiene efectos reales: los inversionistas se vuelven cautelosos, las empresas agregan controles redundantes, los ciudadanos se vuelven escépticos.
La confianza no se decreta, se diseña. Significa procesos simples, trazables y auditables. Significa que los errores se detecten antes de escalar y que se expliquen con transparencia y honestidad. Que un ciudadano pueda entender su cuenta de la luz sin recurrir a un abogado, un ingeniero o un psicólogo.
Porque cuando la confianza se quiebra, los costos se multiplican: en dinero, tiempo y ánimo.
Podríamos parafrasear aquella frase de la campaña de Bill Clinton: “It’s the economy, stupid”. Hoy deberíamos corregirla: “It’s the trust, stupid.”
Y es que la productividad de un país no depende sólo de cuántas horas trabajamos, sino de en qué usamos nuestro tiempo. Una parte de esa respuesta depende de cuánto confiamos en que el sistema hace bien su parte.


