Por Rafael Rosell Aiquel. Experto en Medio Oriente y Rector Universidad del Alba
La mediación estadounidense en Medio Oriente, lejos de entregar una paz estable, retrata la resiliencia de una diplomacia que sobrevive aferrada más a la tenacidad que a los logros concretos. El proceso que la administración Trump ha enarbolado en estos últimos meses pretendía resolver el laberinto del conflicto entre Israel, Hamas y Hezbolá, con promesas de alto al fuego, intercambio de rehenes y el establecimiento de una gobernanza internacional para Gaza.
Sin embargo, la paz sigue siendo una quimera: la dinámica militar y la desconfianza mutua renacen apenas se firman los acuerdos, y la violencia marca la pauta en Gaza y el sur de Líbano. El ciclo se repite: Israel vuelve a atacar tras acusar a Hamas de incumplimiento, Hamas responde negando responsabilidad y posponiendo la entrega de rehenes, mientras Hezbolá reaviva la tensión en las fronteras libanesas.
En este escenario se impone la pregunta: ¿puede sobrevivir una paz forzada cuando el terreno no ofrece señales de avance ni voluntad de cambio real? El plan estadounidense, ambicioso en su diseño —desarme de Hamas y Hezbolá y salida de sus filas de la vida política— choca de frente con la realidad regional. Irán sigue siendo el gran sostén e inspirador de ambos grupos, asegurando la continuidad del enfrentamiento como herramienta geopolítica. Los plazos de los acuerdos se aplazan indefinidamente.
Hamas se aferra a su política de resistencia en Gaza, desoyendo tanto la tragedia civil como la erosión de alternativas negociadas. Hezbolá opera en Líbano con una doble agenda, bloqueando el proceso estatal e impidiendo cualquier consolidación institucional que amenace su control. La inestabilidad es su estrategia.
El resultado es un estancamiento prolongado, donde cada tregua, lejos de abrir un espacio de diálogo, funciona como breve interludio antes de la siguiente escalada. La ecuación no cambia: la retórica y la práctica solo reafirman el desencuentro.
El conflicto arrastra a la diplomacia internacional, cuyo margen de maniobra se reduce ante la lógica de los “conflictos diferidos”: los acuerdos se vuelven letra muerta antes de aplicarse, los compromisos se diluyen al contacto con la realidad y la instrumentalización por parte de potencias regionales y globales mantiene la región anclada al pasado.
El Líbano encarna el fracaso de la consolidación estatal, víctima de políticas de dominación externa e interna que lo sitúan hoy como escenario de ampliación del conflicto.
Hay quienes sostienen que solo una transformación estratégica radical, basada en el aislamiento de los actores armados, la diplomacia y el fortalecimiento institucional, podría abrir un margen para la reconciliación. Pero lo cierto es que, por ahora, la región camina sin brújula: la paz es promesa remota, la violencia recurrente y las poblaciones civiles siguen siendo las más castigadas.
El tablero geopolítico permanece congelado, y el futuro inmediato parece una prolongación de la inercia actual, atrapado en la dinámica de una posible, pero improbable, paz negativa.
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